Historia

Apología del restaurante (parte 1)

Apología del restaurante (parte 1)

Es sabido que los primeros restaurantes –dicho sea, cronológicamente hablando– fueron abiertos en París.

Los escritores Gottschalk y Héron de Villefosse, ambos versados en materia gastronómica, nos hablan de un tal Boulanger, alias Champdoisseau, que allá por el año 1765 abrió, en la confluencia de las antiguas calles de Bailleul y Poulies, emplazadas en el lugar de la actual de Louvre, un establecimiento que rompió con la tradición de los antiguos figones y en cuya fachada se leía una inscripción en latín que, traducida más o menos libremente al castellano, venía a decir: “Venid todos a mí, los que tenéis hambre, que yo os restauraré”. De esta última palabra proviene el nombre de restaurante.

Por cierto que recordamos haber leído en alguna parte que se conserva una carta particular nada menos que de Diderot, dirigida a Sophie Vallant, en la que se alude elogiosamente a este establecimiento.

Por tanto, Boulanger, quien, entre otros méritos sobresalientes poseía el de tener una mujer guapa, fué el que abrió el primer restaurante, exactamente el año 1765, fecha ésta que constituye consecuentemente, como hace notar Labracherie, una data fausta en los anales de la gastronomía.

Indudablemente, los restaurantes, que se multiplicaron en París y Francia después de la Revolución y que después pasaron al resto de Europa, democratizaron la gastronomía.

Dice a este respecto Paul Bogaers: “Con la institución del restaurante cesó de ser la buena comida patrimonio de los ricos; la buena comida ya no constituyó después, como lo había sido antes, un privilegio exclusivo de la nobleza, del clero, de la magistratura y de las finanzas”.

Por ello se ha dicho también que la apertura del primer restaurante fué una a modo de Declaración anticipada de los Derechos del Hombre.

Brillat-Savarin dedica, en su “Fisiología del gusto”, a los restaurantes un extenso capítulo, concretamente la Meditación vigésimo-octava.

Comienza diciendo que un restaurateur es aquél cuyo comercio consiste en ofrecer al público un festín siempre a punto, y cuyos manjares se detallan por raciones al precio fijo, conforme a la demanda de los consumidores, y después de calificar al inventor del restaurante de hombre de genio y observador profundo, se extiende en acertadísimas consideraciones sobre los establecimientos llamados restaurantes, condiciones que deben reunir los comedores, etcétera. Hace constar, por ejemplo, que la profesión de restaurateur puede proporcionar grandes riquezas, si el que la ejerce tiene buena fe, habilidad y orden; dedica además un interesante subtítulo a Beauvilliers, uno de los seguidores de Boulanger que se estableció en París el año 1782 y que, según Brillat-Savarin, fue su restaurante durante muchos años el más famoso de París. Dice de él que puso comedores elegantes, bodega selecta y cocina superior, añadiendo que tenía una memoria prodigiosa, hasta el punto de que reconocía y agasajaba, pasados varios años, a los que sólo habían comido en su casa una o dos veces. Agrega también que indicaba el plato que no debía tomarse, otro que era preciso pedir inmediatamente, y mandaba traer otro tercero que nadie conocía. Y termina advirtiendo que Beauvilliers acumuló, despilfarró y volvió a acumular riquezas varias veces.

Quien en España trató también de los restaurantes con alguna extensión en el siglo pasado fué el discutido Angel Muro. Dice Muro en su Diccionario General de Cocina: “Restaurant. – Palabra francesa que ha tomado carta de naturaleza en todos los países, conservando su propia ortografía para todos los idiomas. Equivale en castellano a restaurante, del verbo restaurar, que es aquello que restaura o el sitio en que se restaura, y como restaurar es recuperar o recobrar, aplicando la palabra a las fuerzas humanas, que con la alimentación se recobran, la palabra restaurante llena su misión”.

Añade que restaurante es el lugar en que se sirven comidas de todas clases, y aunque en algunos casos, y en otros por error, se confunde restaurante con fonda, hay diferencia marcada entre las dos palabras aplicadas al mismo objeto. La fonda, dice también Muro, supone siempre hospedaje, y a lo sumo cuando éste no existe, comida colectiva, igual para todos, en mesa redonda y a hora fija. En cambio, el restaurante propiamente dicho, es el sitio público en que el consumidor come y bebe lo que desea por lista de artículos con sus precios al margen o con limitación de manjares en cantidad y calidad por un tanto alzado.

Según Muro, los primeros restaurantes en España fueron: en Madrid, Fornos, Café Inglés, Dos Cisnes y algún otro; en San Sebastián, la Mallorquina y el del Hotel Londres, y en Barcelona, Justín, Martín y Miramar.

Y a propósito de los restaurantes de Barcelona. Nosotros guardamos como oro en paño una obra, muy posterior desde luego al establecimiento en la llamada ciudad condal de los primeros restaurantes, pero que ofrece cierto interés por la relación de los restaurantes barceloneses de hace cincuenta años que figuran en ella. Se trata de “Historia de un Cocinero”, y es libro-homenaje al gran cocinero Melquíades Brizuela. Fué publicada en Cádiz el año 1917, y en ella se hace referencia a los Jefes de Cocina, menús, etcétera, de diversos restaurantes barceloneses, a saber: Mundial Palace, Refectorium, Lion d’Or, Casa Pinse, Gran Casino, Maisón Dorée, Tibidabo, Montserrat, Peninsular, Café Suizo, Gran Continental, Casa Llibre, Moritz, Londres, etcétera.

Antes de entrar en el fondo propiamente dicho del tema general, permitid-me que trate brevemente de algunos extremos y particulares concretos más o menos relacionados con los restaurantes, sin perjuicio, claro es, de que sean tratados posteriormente tales extremos y particulares con más extensión, tecnicismo y acierto por los demás compañeros conferenciantes de esta Convención.

Es muy de notar, ante todo, que el aspecto exterior de los restaurantes no deja de tener su importancia. Una fachada deteriorada es inquietante, advierte Henri Gault; pero la pintura demasiado fresca inspira también, por ejemplo, desconfianza. Ahora bien; en una población de mediana importancia –añade– las ventanas de pequeños azulejos, las cortinas de cretona, la decoración gótica, todo lo que en una gran ciudad sirve solamente para atrapar a los tontos, es generalmente signo de una casa experimentada.

Ya dentro, por así decirlo, del restaurante, diremos que lo primero y más esencial incuestionablemente es la limpieza. Que “pan blanco y limpia mesa abren las ganas a un muerto”, como escribió Rojas Zorrilla. Y la comodidad. No puede haber en modo alguno apreturas en torno a una buena mesa. Y, desde luego, los asientos demasiado bajos son siempre totalmente prohibitivos, según hace notar Robine.

Por lo que se refiere concretamente al restaurateur, hay quien nos recomienda que debemos otorgar nuestra preferencia a las casas en que el mismo patrón hace la cocina.

Y en cuanto al servicio –camareros, camareras– recordaremos únicamente aquella observación de un viejo romance: “El vestido del criado – dice quién es el señor”.

Actualmente se discute si deben o no colocarse flores en la mesa. Nosotros estamos en esta discusión con Julio Camba, quien escribió: “Las flores tienen una fragancia muy poco gastronómica, y su empleo como gala de comedor sólo puede recomendarse en aquellos casos en que no se pretende estimular el apetito de los comensales, sino que, al contrario, convenga disminuirlo”. Ya en el siglo pasado el gran Thebussem escribió literalmente lo que sigue: “Los alimentos tienen los perfumes especiales que entran en su composición y aliño.

Mezclar olor de rosa, claveles y violetas con el de los salmones, perdices y chorizos, me parece tan absurdo como ceñir pistolas a un Santo Cristo”.

Otro tema de gran actualidad relacionado con los restaurantes es si la música debe acompañar o no al yantar. Curnonsky se inclinaba decididamente por la contestación negativa, sobre todo si se trata de música de baile. Y Chesterton decía: El comer, el beber y el hablar han marchado siempre juntos, y es una tradición tan vieja como el mundo mismo; pero la entrada de este cuarto factor, la música, solamente contribuye a perjudicar a los otros tres”.

Y pasemos al examen de la carta, de la lista de platos. No interesa que la lista sea demasiado extensa. Eso sí, importa en cambio que en la lista figuren alguno o algunos platos –pescado, aves, legumbres, postres– correspondientes a la época del año de que se trate. Pero, en general, ¿cuáles son los platos cumbres? Es una cuestión muy delicada ésta, y en la resolución de la misma han de influir necesaria y casi decisivamente los gustos personales de los comensales. De todos modos, vamos a atrevernos –y se trata de un verdadero atrevimiento– a indicar, o cuando menos a insinuar, cuáles son o se consideran algunos de los platos cumbres, o dicho sea más exactamente, las primeras materias de tales platos cumbres en España y Francia. A nuestro modesto juicio, entre esas materias primas o manjares figuran, en primer lugar, el jamón, los langostinos y el foie, e inmediatamente el caviar, las ostras, las nécoras, la langosta y el bogavante, el rodaballo, el salmón, la trucha –¡oh, las truchas del río Freser, tan recordadas en los viejos manuales catalanes de cocina!–, las codornices, las becadas, incluso las becadas del mar, esto es, los salmonetes; el faisán, la pintada, la perdiz, los ganados vacuno y ovino, las trufas, de las que Néstor Luján nos dice que, desde hace dos mil años, constituyen la fascinación del “gourmet”; las setas, etcétera, un etcétera, desde luego, bastante extenso.

Lo que hay es que una cosa es la materia prima y otra su condimentación.

Creemos innecesario hacer hincapié en la importancia de la condimentación, y únicamente recordaremos a este respecto dos principios fundamentales de la moderna gastronomía francesa. Uno de ellos es que, en cocina, como en todo, la simplicidad es el signo de la perfección, y el otro, que las salsas, las guarniciones y los aditamentos en general de un plato no deben anular o alterar el elemento básico del mismo. A buen plato, salsa sencilla, decía Curnonsky.

Con relación a la condimentación de los manjares no podemos dejar de recordar tampoco esta aguda observación de Paul Reboux: “Un político, un financiero, un escribano, un comerciante, un funcionario, un explorador, un sabio, un artista pueden confiar en la suerte, pero, en cambio, en cocina, no se puede contar con ella”.

Desde luego, lo que es imperdonable es que en un restaurante se entregue una lista a los clientes y, cuando éstos, después de un detenido examen y cuidadoso estudio de ella, escogen los platos, se les advierte que no hay o se han acabado los que hayan elegido.

Yo calificaría esta irregularidad de delito de lesa gastronomía, y entiendo que, como tal delito, debiera ser fuertemente sancionado.

Relacionado íntimamente con la lista de platos se halla también el tema concreto de las recetas y de los recetarios.

Ordinariamente los gastrónomos se ponen en guardia, y con razón, ante una nueva receta.

Sin embargo, resulta que la obra titulada “Plats Nouveaux” (Nuevos Platos), del antes aludido Paul Reboux, es uno de los libros, por lo menos para nosotros, más interesantes y deliciosos que jamás se hayan escrito sobre gastronomía.

De todos modos, modernamente, se han publicado en todos los idiomas recetarios que dejan mucho que desear.

De una conocida escritora española, autora de un par de manuales de cocina, se ha dicho –con evidente exageración, indudablemente– que en uno de dichos manuales figura una receta que comienza: “Se toma un cerdo, se le castra, etcétera”.

Como fórmula de preparación culinaria ideada para satirizar las grandes recetas de la alta cocina, existe una curiosa de Fulbert-Dumonteil, escritor y gastrónomo francés del siglo pasado. Dice así:

“Codorniz a la Talleyrand.- Tómese una codorniz tierna, finamente trufada y ligeramente manida en Champagne. Con suma delicadeza introdúzcase la codorniz en una gallina, diestramente abierta y cosida cuidadosamente. Hecho esto, se introduce a su vez la gallina, rápidamente enmantecada, al pincel, dentro de una hermosa pava. Se recose, como es debido, la amplia abertura practicada en ésta para la recepción de la gallina que lleva en su interior la codorniz. Después se ensarta el conjunto en el asador, ante viva lumbre, llameante, y mientras cuece, se va rociando la pava con fina manteca y un vasito de añejo Malvasía. Así, todo el jugo de la pava es absorbido por la gallina, y el de la gallina por la codorniz. A las dos horas, se retira el conjunto del asador y se coloca, humeante, en un plato grande. Del interior de la pava se extrae la gallina, y de ésta –receptáculo perfumado, especie de estuche reflejante– se saca la joya preciosa: ¡la codorniz! Y ésta se presenta a la mesa sobre una rebanada de pan dorada en la más exquisita manteca”.

Antonio Arrue, Apología del restaurante
Conferencia pronunciada en el Palacio de las Naciones, de Barcelona, con motivo de la celebración de la Convención Internacional de la Cocina Española

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