Gastronomía

La identidad gastronómica

La identidad gastronómica

El concepto de identidad ha sido estudiado por las ciencias sociales desde distintos enfoques. Giménez la define como el “conjunto de repertorios culturales interiorizados (representaciones, valores, símbolos) a través de los cuales los actores sociales (individuales y colectivos) se reconocen entre sí, demarcan simbólicamente sus fronteras y se distinguen de los demás actores en una situación determinada, todo ello en contextos históricamente específicos y socialmente estructurados” (2007: 56).

De acuerdo con el mismo autor, no se puede disociar el concepto de identidad de la noción de cultura, puesto que la identidad se construye a partir de las diferentes subculturas a las que un individuo se adscribe. Por ello afirma que la primera función de la identidad es marcar diferencias entre un nosotros y los otros, y esta distinción solo puede hacerse a partir de rasgos culturales que nos diferencian o de pautas de significados que compartimos y que, por lo mismo, nos identifican en un momento histórico determinado (Giménez, 2005; 2009). Es decir, la identidad es una representación, una marca o seña donde se ponen de manifiesto las formas en que una cultura es interiorizada: son las pautas culturales con las que el individuo se identifica o donde se establecen las fronteras entre los rasgos comunes y las diferencias.

Si tomamos como válida la premisa de que las identidades son culturales, se debe aceptar también que están ancladas a un territorio y a un espacio-tiempo específico, por ende, la identidad implica la pertenencia a una colectividad y se nutre de la memoria, porque a través de ella es posible encontrar en el pasado esos referentes o representaciones que un individuo o grupo reconoce como propios (Valenzuela, 2000; Molano, 2007; Giménez, 2009). Así, el idioma, el lugar de nacimiento, la religión o la comida definen la adscripción del sujeto en una comunidad y las referencias particulares (nombre, apellido, empleo), permiten diferenciar a los individuos con respecto a los otros. De esta manera, podemos decir que “los alimentos forman parte de la construcción de las identidades de individuos y sociedades” (Muchnik, 2006: 91).

Pero no son solo los alimentos y lo que ellos significan, sino los utensilios, las técnicas de preparación y los ingredientes utilizados los que constituyen el elemento diferenciador de las culturas, los que reflejan la expresión de un momento histórico de una colectividad o región geográfica y ello les otorga un sentido de pertenencia y una señal inequívoca de su identidad. En este sentido, se puede decir que lo que nos identifica o une como grupo social, más que las diferencias regionales e idiomáticas son las tradiciones y costumbres en torno a la alimentación (Barros, 2005: 33).

Para Duhart, la identidad cultural alimentaria “se inscribe en la contemporaneidad más estrecha, pero es un milhojas cultural, el resultado de una lenta sedimentación de innovaciones […] y de discursos (imágenes y consideraciones gastronómicas, libros de cocina…)” (2001: 1); de manera que la identidad culinaria es variable y evolutiva, y lo que hoy no es identitario, con el paso de los años puede llegar a serlo. Históricamente, las fronteras alimentarias no han sido nunca rígidas ni infranqueables; al contrario, es la permeabilidad, el constante flujo de grupos sociales el que provoca que, en los territorios, el proceso común sea el de la multiculturalidad. Un proceso que no debe intimidar a las cocinas en su ser identitario; precisamente, la función que debe adquirir la cocina de producto ha de ser la de revitalizar y construir vínculos culturales entre el alimento y el grupo social al que identifica, y de esta forma señalar un territorio para diferenciarlo de otros; para Santamaría, amar la cocina “es aceptar un legado histórico que es patrimonio colectivo para transmitirlo a la futuras generaciones totalmente renovado y vivo, reconocible y actual. El reto es conservar para progresar y entender para comunicar” (2012: 64). Dotar a los alimentos de significado histórico, social o religioso permite identificarlos, otorgarles una personalidad propia o, lo que es igual, “conferirles un carácter que va más allá de los componentes orgánicos que los constituyen y de una dimensión que rebasa el ámbito de lo material” (Duhart 2002: 95). Como se verá después, los mensajes que trasladan los cocineros desde sus portales contienen esta idea.

Desde este planteamiento se aborda aquí el concepto de la identidad culinaria española. A finales del siglo XIX, se debatió en nuestro país la existencia, o no, de una unidad culinaria nacional. El Dr. Thebussem y Un cocinero de S.M. consideraron que, si bien nuestra gastronomía era rica y extensa, resultaba inapropiado plantear dicha unidad; antes bien, lo adecuado era hablar de una cocina federada al igual que tenemos federada la lengua, los usos y las costumbres (1888: 196). En efecto, se reconocía ya entonces que España contaba, y cuenta, al menos con dos identidades culturales culinarias: una regional y otra nacional, de forma que las relaciones entre ellas conllevan construcciones identitarias subjetivas, cuando no personales. Preservar lo específico –gastronomía, música, costumbres…– de cada territorio, se convierte en un reto cultural que ha de promoverse con respeto hacia lo identitario, pero también hacia lo diferente: con el paso de los años, lo segundo mudará a lo primero. Antes de exhibir la riqueza culinaria de un país hay que destacar la importancia de profundizar en el conocimiento de aquello que lo hace diferente para consolidar unas bases que ayuden a construir un futuro. Toda nueva creación precisa de la historia para evolucionar y, en consecuencia, de la tradición; transmitirla implica, no lo olvidemos, conocer, guardar y conservar.

La identidad gastronómica se construye desde dos vías de conocimiento: una popular y social, vinculada con el saber de una zona geográfica concreta, con sus costumbres y sus formas de hacer tradicionales en la cocina. En esa vía de conocimiento histórico, la Unesco (2003) considera la gastronomía como patrimonio cultural inmaterial de la humanidad, transmitido de generación en generación y recreado constantemente por las comunidades “en función de su entorno, su interacción con la naturaleza y su historia, infundiéndoles un sentimiento de identidad y continuidad y contribuyendo así a promover el respeto de la diversidad cultural y la creatividad humana”. La gastronomía se caracteriza por una forma de hacer en la cocina; no se trata sólo de un cúmulo de elementos y rasgos, sino de una serie de capacidades adquiridas a lo largo de la historia que ayudan a cimentar su identidad.

La segunda vía, más teórica, proviene de los estudios (investigaciones, análisis, etc.) que buscan preservar y construir el conocimiento, aunque -no lo olvidemos- se sirven de la vía popular para sus fines; ayuda, asimismo, a la construcción de las identidades a través de la formación y las ciencias como método de trabajo, lo que contribuye al crecimiento y a la evolución del conocimiento social. La combinación de ambos -saber popular y saber teórico- conforman y transmiten la identidad gastronómica.

Y puesto que hablamos de cocina y gastronomía, es preciso distinguirlas. La cocina sería la parte técnica, la más vinculada al tratamiento directo con el producto y con los ingredientes. Según Martínez de Albéniz y Elixabete (2006), ha de relacionarse con el acto corriente de comer que, por su afinidad con lo cotidiano y por tratarse de una necesidad básica, se convierte en una actividad en apariencia insignificante, lo que no ha de llevar necesariamente a reducir o a minimizar un enfoque más gastronómico, más afín con el placer de la experiencia gastronómica, pues es esta una cadena de acontecimientos que se inician en el entorno de elaboración del producto y que finalizan en las sensaciones del comensal. Ante un cliente cada vez más conocedor y ávido de saber, estos hechos se transforman en una parte imprescindible, casi inherente, de la experiencia gastronómica, pues “restaurar el cuerpo ha sido y es una necesidad biológica que se cubre mediante una alimentación acorde con el territorio, la cultura, la época… Aprender a comer puede ser algo más que una obligación fisiológica para convertirse en un placer cuando se comprende lo que se come” (Santamaría, 2012: 193).

M D Fernández-Poyatos, A Aguirregoitia-Martínez, N L Bringas Rábago (2019): “La cocina de producto: seña de identidad y recurso de comunicación en la alta restauración en España”. Revista Latina de Comunicación Social, 74, pp. 873 a 896.

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